Historias

Mi primera maratón

Salimos del Cañón del Chicamocha a las siete de una mañana abrasadora. Estaba preparado. Había entrenado durante meses con disciplina absoluta la mente y el cuerpo para enfrentar los 45 kilómetros que se extendían en ese instante bajo mis pies. Era mi primera maratón.

Abracé a Jules e intercambiamos algunas palabras de ánimo mientras todos alrededor cantaban al unísono el conteo regresivo. Cerré los ojos y fijé la atención en mi cuerpo. – Llegó la hora. Estás preparado para esta aventura. Eres fuerte. Vamos con toda. – Me decía mentalmente al tiempo que movía las piernas. En cuanto nos dieron la señal, empezamos a correr con el objetivo de ascender el Cañón en menos de dos horas para evitar el golpe violento del sol sobre la espalda.

Si me sentara a hacer una lista de los momentos maravillosos que he vivido hasta hoy, sin durarlo incluiría este. No solo por la satisfacción de superar semejante desafío físico y mental, sino por el privilegio de haberlo compartido con Jules, como amorosa y amistosamente le digo a mi padre.

Durante los primeros metros colmados de emoción colectiva, aproveché la inmensa energía que emanaba mi cuerpo para adoptar ritmos fuertes y respiraciones profundas. Ya no era ansiedad, sino una potencia casi espiritual lo que exhalaba mi sangre.

El puñado de atletas que había salido conmigo a correr esa mañana, se convirtió de pronto en briznas de hierba empujadas por el viento.

Analicé con paciencia la manera en que administraría mis recursos pero el camino es jodido y en el kilómetro 17 aparecieron los calambres. – Me estoy deshidratando – pensé. Me tiré al suelo, estiré las piernas y bebí apacibles sorbos de agua mientras veía avanzar a los corredores que minutos antes yo mismo había dejado atrás.

Con esfuerzo avancé 4 kilómetros más hasta llegar a un punto de control en el que me encontré con Jules. – ¿Vamos a seguir o no? – me preguntó. Por un instante consideré el recorrido hostil que quedaba por delante y no quise dejarlo solo, así que en contra de todo deseo primario de mi cuerpo adolorido, seguí corriendo a su lado.

A partir de ese momento y hasta llegar a la meta, papá sería mis piernas.

Los intentos por permanecer en pie empezaron a fallar 9 kilómetros más adelante cuando apareció el tan temido muro: ese estado de extrema descompensación en el que las reservas de glucógeno escasean y los niveles de dopamina se reducen. La mente no aguanta más, quiere rendirse.

El muro se manifiesta enfrentando a los corredores con su lado más oscuro en una abstracción de ninguna manera pasiva sino más bien implacable, en la que entendí y acepté sosegado, que moriría allí, bajo el cielo azul de Santander.

De pronto apareció en mi cabeza la necesidad de encontrar buitres que pudieran aprovechar mi cuerpo cuando fuera abandonado por la vida, en algún trozo de sombra que me ofreciera aquella carretera espesa bañada por el sol brillante de las 2 de la tarde.

Ante tal revelación, el afán por despedirme de mi padre me mantuvo en pie. ¿Cómo iba yo a decirle que había llegado el día de mi muerte?, ¿qué palabras serían las indicadas para dirigirme por última vez a ese hombre que amo tanto? Jules me llevaba unos 10 metros de distancia y por más que corría no podía alcanzarlo. 

Sin saber ni cómo, llegué a una ranchería. Un oasis en mitad de ese desierto que había decidido atravesar. Me vacié sobre la cabeza una ponchera de agua y con Jules, que también hizo allí una pequeña pausa, nos tomamos dos cervezas.  

Seguimos corriendo. Un poquito más. Un poquito más. Vos podés, me decía cariñosamente una voz en mi cabeza.

Así fui pasando de la ansiedad a la emoción plena, de la emoción, al deleite, del deleite a la frustración, de la frustración a la aceptación de mi muerte, de la aceptación a la dicha.

Jules y yo cruzamos la meta juntos, cogidos de la mano. Mamá conmovida nos recibió en su amoroso abrazo.

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